En el bullicio del aeropuerto tuve oportunidad
de comer el sándwich con doble queso, y el jugo que mi madre
me había preparado y sabía que no tendría muchos de esos en los próximos meses
a si que los disfruté al máximo.
Cuando estaba listo para abordar el avión, vi a
una señora con un embarazo casi de 11 meses, la pobre mujer se movía con tanta dificultad
que un elefante habría bailado ballet si ella lo pedía, le pregunté si estaría
cómoda en su asiento, pero dijo que no importaba la comodidad, sino llegar a su
destino. Le pregunté a la encargada en el mostrador de la aerolínea si podía
cambiar mi asiento en primera clase por el de la señora para que tuviera más
espacio, con una sonrisa y un guiño me dijo que no podía ser más amable. Cuando
le cambié mi boleto, la mujer sonrió tanto que pensé que el niño saldría por su
boca.
Miré el número de mi nuevo asiento: 17B.
Cuando me tocó abordar me encontré con un
pasillo tan reducido que apenas podría respirar, en el asiento junto a la ventanilla
había una mujer poco interesada con mi presencia, tenía una cámara en sus manos
y cuando encontró algo que tomar, hizo su tiro y luego dejó su cámara a un lado
y me prestó un poco de atención.
Movió un poco la back pack que estaba a sus
pies. No pude reconocer la nacionalidad de sus rasgos. Algo más captó afuera su atención y volvió a tomar su cámara
disparando un par de veces. Cuando finalmente guardo su cámara, tomó su celular
de su bolsillo y envió un mensaje de texto.
Intenté estirarme en el limitado espacio y mi vecina, con un acento extraño me preguntó
si tenía suficiente espacio: “Suficiente por el precio del boleto”, le
respondí. Ella sonrió y me dijo que era tonto pagar por boletos de primera
clase, pues cuando el avión se cae, no hay distinciones. Ambos reímos y ella
estiró las piernas y acomodó un suéter a modo de almohada, increíblemente,
parecía que el espacio era suficiente para ella.
Volvió a sacar su celular para leer el mensaje
de texto que le había llegado y sonriendo dijo: “Estoy regresando a casa
después de dictar una conferencia y ya tengo ofertas para otra del otro lado
del país”.
En ese momento se anunció el cierre de la
puerta del avión y comenzó el avión a moverse. Extrañamente no había nadie al
otro lado de mi asiento. No sería tan malo el viaje después de todo.
No pude evitar hacer plática, pensé que su
acento era interesante, un tanto educado por lo que comencé a sondear: ¿vas a
Chicago de visita?
“No”, respondió ella con una gran sonrisa, “ahí
vivo, fui a Atlanta a dar una conferencia y no puedo esperar para volver a
casa”.
Oh, ¿a qué te dedicas?.
“Soy asesor educativo”.
Sus respuestas eran cortas, bien pensadas, como
no queriendo ahondar, creo que no le gustó mucho el interrogatorio, así que
preguntó: ¿Y usted?
Le conté con lujo de detalles que me tenía en
ese avión y no pudimos evitar entablar una charla
sobre educación, retos, perspectivas, historias, ejemplos; en realidad yo
hablaba y ella escuchaba, pero cuando decía algo me brindaba información
profunda sobre el tema de la educación. Cuando nos dimos cuenta, estábamos
aterrizando en Chicago.
Ella me permitió ver por la ventana el centro
de la ciudad, disfruté una vista extraordinario de una ciudad frente a un lago
tan grande que parece un mar.
Me preguntó a que parte de la ciudad iría,
cuando le dije que tenía un departamento a dos calles de la escuela, me sonrió y dijo:
“Puedo llevarlo, me queda de camino, si no le importa”.
Pretendí que no era necesario pero estando en
una ciudad donde no conocía a nadie la oferta no pudo ser mejor. A demás, era
bueno ahorrar el dinero de la renta del auto.
Me atreví a pedirle su correo electrónico y le
pregunté si la podría molestar cuando tuviera dudas, tomando un papel y una
pluma pequeñita, escribió su nombre y su correo cuando Gabrielle me lo dio,
y dijo: “nada me hace más feliz que poder ayudar a un maestro con problemas”.
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