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Tuesday, September 25, 2012

4. Encuentro con el destino



En el bullicio del aeropuerto tuve oportunidad de comer el sándwich con doble queso, y el jugo  que mi madre me había preparado y sabía que no tendría muchos de esos en los próximos meses a si que los disfruté al máximo. 

Cuando estaba listo para abordar el avión, vi a una señora con un embarazo casi de 11 meses, la pobre mujer se movía con tanta dificultad que un elefante habría bailado ballet si ella lo pedía, le pregunté si estaría cómoda en su asiento, pero dijo que no importaba la comodidad, sino llegar a su destino. Le pregunté a la encargada en el mostrador de la aerolínea si podía cambiar mi asiento en primera clase por el de la señora para que tuviera más espacio, con una sonrisa y un guiño me dijo que no podía ser más amable. Cuando le cambié mi boleto, la mujer sonrió tanto que pensé que el niño saldría por su boca.

Miré el número de mi nuevo asiento: 17B.

Cuando me tocó abordar me encontré con un pasillo tan reducido que apenas podría respirar, en el asiento junto a la ventanilla había una mujer poco interesada con mi presencia, tenía una cámara en sus manos y cuando encontró algo que tomar, hizo su tiro y luego dejó su cámara a un lado y me prestó un poco de atención.

Movió un poco la back pack que estaba a sus pies. No pude reconocer la nacionalidad de sus rasgos. Algo más captó afuera  su atención y volvió a tomar su cámara disparando un par de veces. Cuando finalmente guardo su cámara, tomó su celular de su bolsillo y envió un mensaje de texto.

Intenté estirarme en el limitado espacio y  mi vecina, con un acento extraño me preguntó si tenía suficiente espacio: “Suficiente por el precio del boleto”, le respondí. Ella sonrió y me dijo que era tonto pagar por boletos de primera clase, pues cuando el avión se cae, no hay distinciones. Ambos reímos y ella estiró las piernas y acomodó un suéter a modo de almohada, increíblemente, parecía que el espacio era suficiente para ella.

Volvió a sacar su celular para leer el mensaje de texto que le había llegado y sonriendo dijo: “Estoy regresando a casa después de dictar una conferencia y ya tengo ofertas para otra del otro lado del país”. 

En ese momento se anunció el cierre de la puerta del avión y comenzó el avión a moverse. Extrañamente no había nadie al otro lado de mi asiento. No sería tan malo el viaje después de todo.

No pude evitar hacer plática, pensé que su acento era interesante, un tanto educado por lo que comencé a sondear: ¿vas a Chicago de visita?

“No”, respondió ella con una gran sonrisa, “ahí vivo, fui a Atlanta a dar una conferencia y no puedo esperar para volver a casa”.
Oh, ¿a qué te dedicas?.
“Soy asesor educativo”.

Sus respuestas eran cortas, bien pensadas, como no queriendo ahondar, creo que no le gustó mucho el interrogatorio, así que preguntó: ¿Y usted?

Le conté con lujo de detalles que me tenía en ese avión y no pudimos evitar entablar una charla sobre educación, retos, perspectivas, historias, ejemplos; en realidad yo hablaba y ella escuchaba, pero cuando decía algo me brindaba información profunda sobre el tema de la educación. Cuando nos dimos cuenta, estábamos aterrizando en Chicago.

Ella me permitió ver por la ventana el centro de la ciudad, disfruté una vista extraordinario de una ciudad frente a un lago tan grande que parece un mar.

Me preguntó a que parte de la ciudad iría, cuando le dije que tenía un departamento  a dos calles de la escuela, me sonrió y dijo: “Puedo llevarlo, me queda de camino, si no le importa”.

Pretendí que no era necesario pero estando en una ciudad donde no conocía a nadie la oferta no pudo ser mejor. A demás, era bueno ahorrar el dinero de la renta del auto.

Me atreví a pedirle su correo electrónico y le pregunté si la podría molestar cuando tuviera dudas, tomando un papel y una pluma pequeñita, escribió su nombre y su correo cuando Gabrielle me lo dio, y dijo: “nada me hace más feliz que poder ayudar a un maestro con problemas”. 


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