Los salones de clase vacíos siempre habían
tenido cierta fascinación para mí. Eran lugares perfectos para encontrar paz,
dormir un rato, hacer la tarea que se debía entregar en los siguientes 15
minutos o para esconderse de la chica a la que se le promete una tarde de
charla. Era una suerte encontrarles abiertos, y todos saben que si se abre la
puerta y hay una persona ahí, sin necesidad de decir palabra, se cierra la
puerta sin hacer ruido.
Este salón no era diferente a los que sufrí durante toda mi infancia: un cuadrado
aburrido con ventanas y una puerta. Solo una puerta por la que se salía o
entraba si alguien lo autoriza. Lo distinto de este salón, es que era yo quien
tenía el poder de autorizar o negar la entrada.
Había 28 pupitres y una pantalla electrónica.
Creo que extrañé un poco el pizarrón verde que había en mi primer salón de clases
cuando tenía 5 años, hacía enojar a todos cuando limpiaba el gis y luego lo
embarraba en la ropa oscura. Hace mucho que no veo uno de esos, pero los
maestros se quejaban de que el gis les causaba daño respiratorio. Gajes del
oficio.
En este salón había un escritorio y una silla,
sin embargo no tuve el impulso de sentarme y señalar con mi dedo a la victima
más cercana para decirle: ¡cállate y siéntate!, Tampoco encontré un manual de
operación para maestros novatos. Solo una lista de asistencia y un montón de
papeles que debía llenar con todo cuidado.
La directora del plantel abrió la puerta tan
impulsivamente que cuando golpeó la pared me hizo brincar casi hasta el techo.
Sin esperar que me recuperara me dijo
que estaba en el salón equivocado, que me habían reasignado, en lugar de
impartir 6° grado, tendría el gusto de moldear mentes más jóvenes. Estaría
dando clase a 2° grado. Niños de 7 a 8 años creyendo que yo era el rey, eso no
estaría nada mal para comenzar, después de todo el 6° grado sería un problema
con adolescentes que estarían en mi contra sin importar si jugábamos en el
mismo equipo.
La directora caminó rápido y no volvió a mirar
si yo la seguía, solo balbuceaba algo un tanto incoherente, pero logré
comprender: creemos que un joven es más adecuado para la inagotable energía de
niños pequeños. Estamos seguros que podrá hacerlo genial.
Se detuvo en un salón que era igual al otro, un
cuadrado con ventanas y una puerta, la única diferencia es que el pizarrón era
un poco más grande y había un payaso multicolor
en la puerta con un mensaje en letras mayúsculas: BIENVENIDO. Cuando me
detuve a mirarlo con más atención ella lo arrancó de un manotazo y dijo: “esto
no le hace falta”.
Mi nueva asignación implicaba que al final del
curso, mis victimas deberían comenzar a razonar y a concentrarse (igual que los
jugos de naranja, habría que exprimirlos), mejorar su habilidad para procesar
información, mejorar su concentración en una tarea específica, trabajar
cooperativamente con un compañero o un grupo pequeño, comprender la diferencia
entre correcto e incorrecto, hacer conexiones entre conceptos que les permitan
comparar y contrastar ideas, expandir su vocabulario, usar verbos
correctamente, leer fluidamente sus ideas, preguntar y responder quien, que,
cuando, donde, por que y cómo, revisar y editar un escrito, comenzar a usar un
diccionario, hacer operaciones aritméticas de manera mental para suma y resta,
demostrar comprensión, comprender la hora y comprender conceptos básicos de
multiplicación, y solo contaba con menos de ocho meses para lograr eso, comencé
a sudar frio solo de pensar la enorme responsabilidad que tenía frente a mí,
pero no iba a dejarme vencer. Después de todo era solo un empleo, y sabía bien
lo que era fracasar en uno. Si no lograba hacer una carrera como maestro,
seguro encontraría otra cosa que hacer.
Mire la lista y el sudor se convirtió en dolor
de estómago, tenia 25 niños en clase, y además por sus apellidos tenían
distintas nacionalidades. No tendría que lidiar solo con un programa, sino con
barreras culturales.
Cerré la lista y salí corriendo de ahí,
pensando que me reportaría enfermo el primer día de clase.
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