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Nunca me gustó la escuela. Creo que fui
empujado al mundo de las bancas y los libros como muchos otros niños con el
argumento inventado de ¡te va a gustar!, ¡vas a conocer nuevos amigos!, ¡vas a
jugar mucho!. Nunca vi nada divertido en
que me forzaran a hacer cosas que no tenían sentido y que a veces tampoco
importaba si lo hacía bien o mal, pues las más de las veces la evaluación de mi
actuación dependía del humor del maestro en turno.
Cuando comenzaba a comprender cómo debía hacer
las cosas, venía otro maestro. A veces la excusa es que siendo mujer tenían una
panza muy abultada, o se había negado a besar al director. Creía que los
maestros eran más estables que las maestras, pero siempre había una excusa para
que los cambiaran de sector o los echaran de la escuela. No puedo recordar
todos los nombres de quienes fueron mis guías académicos. Tampoco importa
demasiado. Ir a la escuela era solo eso. Estar en un espacio confinado por unas
cuantas horas.
Regresar a casa era lo mejor del día, pero si
por alguna razón me había encontrado en medio de algún problema, o si ese día
la maestra estaba de malas, debía conseguir la firma de mamá y entonces odiaba
volver a casa. Nunca había una nota si había dicho algo genial durante la clase,
o si había ayudado a hacer algo increíble, pero siempre había una nota si hacía
o decía algo que era considerado indebido.
El fin
del bimestre era la peor pesadilla. Las calificaciones eran celosamente
escondidas y solo mis papás podían verlas. La ansiedad crecía en cuanto mamá
tomaba el espantoso papel que contenía la evaluación. Buscaba en sus ojos
intentando averiguar si recibiría una tunda o bien tendría un poco de paz en
casa, hasta la siguiente evaluación.
Cualquiera que piense que ser niño es fácil, no
sabe que es el peor empleo del mundo. No tiene que ver con la diversión
familiar, tiene que ver con el caótico mundo que los adultos y el resto de los
compañeros crean. Aun no sé como sobreviví a todo ello.
Supongo que fueron los veranos y las vacaciones
de invierno lo que me mantuvieron cuerdo.
Es por eso que cuando llegó el momento de
decidir a lo que dedicaría mi vida, al no ver la opción de top 10 en juegos de video o espectador
de televisión profesional, la siguiente opción eran las ciencias, pero en
la escuela nunca fue divertido como el
Discovery Channel.
Debía
encontrar algo que me diera dinero rápido, y no tenía muchas expectativas
económicas, así que hice lo posible para tomar clases de pedagogía y llené una
solicitud para ser maestro. Yo mismo me sorprendí pero pensé que era fácil
fastidiar la infancia de otros, como tantos lo hicieron conmigo.
Los cursos para aprender pedagogía del
desarrollo eran abrumadores, ¿Qué se suponía que debía comprender?: ¿cómo
aprenden los niños o cómo los adultos quieren que aprendan?. Odiaba las clases
pero las evaluaciones eran solo de memoria. No tenía que aplicar o entender,
así que usaba técnicas nemotécnicas para recordar el ABC de las respuestas.
Sabía que si encontraba empleo en una escuela, la práctica iba a darme mucho
más que esos grandes libros de teorías no comprobadas.
Me gradué con el asombro de todos quienes me
conocen y debo admitir, aún no sé como lo hice. Pero asumí las consecuencias de
mis actos. Sería maestro, el más estricto que pudiera ser. Pero en lo más recóndito
de mi cabeza deseaba hacer un poco por la miseria infantil, si lograba
enseñarles algo, quizá valdría la pena todo el papeleo y las reuniones después
de clase que sin duda el magisterio me darían como un extra a mi paupérrimo salario.
2 comments:
brutal!!
Y cuántos formarían esta reflexión?
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