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Wednesday, September 12, 2012

1. Encontrando mi camino



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Nunca me gustó la escuela. Creo que fui empujado al mundo de las bancas y los libros como muchos otros niños con el argumento inventado de ¡te va a gustar!, ¡vas a conocer nuevos amigos!, ¡vas a jugar mucho!.  Nunca vi nada divertido en que me forzaran a hacer cosas que no tenían sentido y que a veces tampoco importaba si lo hacía bien o mal, pues las más de las veces la evaluación de mi actuación dependía del humor del maestro en turno.

Cuando comenzaba a comprender cómo debía hacer las cosas, venía otro maestro. A veces la excusa es que siendo mujer tenían una panza muy abultada, o se había negado a besar al director. Creía que los maestros eran más estables que las maestras, pero siempre había una excusa para que los cambiaran de sector o los echaran de la escuela. No puedo recordar todos los nombres de quienes fueron mis guías académicos. Tampoco importa demasiado. Ir a la escuela era solo eso. Estar en un espacio confinado por unas cuantas horas.

Regresar a casa era lo mejor del día, pero si por alguna razón me había encontrado en medio de algún problema, o si ese día la maestra estaba de malas, debía conseguir la firma de mamá y entonces odiaba volver a casa. Nunca había una nota si había dicho algo genial durante la clase, o si había ayudado a hacer algo increíble, pero siempre había una nota si hacía o decía algo que era considerado indebido.

 El fin del bimestre era la peor pesadilla. Las calificaciones eran celosamente escondidas y solo mis papás podían verlas. La ansiedad crecía en cuanto mamá tomaba el espantoso papel que contenía la evaluación. Buscaba en sus ojos intentando averiguar si recibiría una tunda o bien tendría un poco de paz en casa, hasta la siguiente evaluación.

Cualquiera que piense que ser niño es fácil, no sabe que es el peor empleo del mundo. No tiene que ver con la diversión familiar, tiene que ver con el caótico mundo que los adultos y el resto de los compañeros crean. Aun no sé como sobreviví a todo ello.

Supongo que fueron los veranos y las vacaciones de invierno lo que me mantuvieron cuerdo. 

Es por eso que cuando llegó el momento de decidir a lo que dedicaría mi vida, al no ver la opción de top 10 en juegos de video o espectador de televisión profesional, la siguiente opción eran las ciencias, pero en la escuela nunca fue  divertido como el Discovery Channel.

 Debía encontrar algo que me diera dinero rápido, y no tenía muchas expectativas económicas, así que hice lo posible para tomar clases de pedagogía y llené una solicitud para ser maestro. Yo mismo me sorprendí pero pensé que era fácil fastidiar la infancia de otros, como tantos lo hicieron conmigo.

Los cursos para aprender pedagogía del desarrollo eran abrumadores, ¿Qué se suponía que debía comprender?: ¿cómo aprenden los niños o cómo los adultos quieren que aprendan?. Odiaba las clases pero las evaluaciones eran solo de memoria. No tenía que aplicar o entender, así que usaba técnicas nemotécnicas para recordar el ABC de las respuestas. Sabía que si encontraba empleo en una escuela, la práctica iba a darme mucho más que esos grandes libros de teorías no comprobadas.

Me gradué con el asombro de todos quienes me conocen y debo admitir, aún no sé como lo hice. Pero asumí las consecuencias de mis actos. Sería maestro, el más estricto que pudiera ser. Pero en lo más recóndito de mi cabeza deseaba hacer un poco por la miseria infantil, si lograba enseñarles algo, quizá valdría la pena todo el papeleo y las reuniones después de clase que sin duda el magisterio me darían como un extra a mi  paupérrimo salario.

2 comments:

Anonymous said...

brutal!!

Sergi Sierra said...

Y cuántos formarían esta reflexión?