Toda la charla de esa tarde se centró en ideas de cómo lograr que
los niños no vieran las evaluaciones como algo amenazante. Mi mentor me mostró
una investigación donde se indica el índice de stress que las evaluaciones provoca
en los alumnos, llegando al punto de que sólo escuchar la palabra causaba
terror. Pero al final de cuentas, como bien me explicaron todos, cuando se
tiene un empleo rara vez sufrimos esas tormentosas experiencias, a cambio de
ello, entre más capacidad se tenga para adaptarse al ambiente y para resolver problemas,
mayor es el cheque.
En el caso de los maestros solo recibimos ordenes y seguimos
agendas, cada vez más personas escriben sobre la infortunada profesión docente,
llegando al punto de decir que un sueldo tan miserable no vale la
responsabilidad. Eso es cierto, pero aún creo que los niños merecen un poco de
esfuerzo.
Durante el fin de semana, todos pensamos en las preguntas y
posibles respuestas que se podrían encontrar en los exámenes, las validamos y
las pusimos en una aplicación en la cual cuando se responde permite ver si la
respuesta es correcta o no, pero aunque suene genial, la verdad es que nunca se
detiene a analizar las respuestas. Eso es lo que estaríamos haciendo con los
niños, darles la capacidad de análisis y entre todos responderíamos, sin que lo
sintieran aversivo, esperando que pudiéramos romper con la idea de que la
evaluación no importa.
El juego consistía en responder, analizar las respuesta y
compararla con la respuesta correcta. El grupo se dividía en 4 y por turnos
cada una de las divisiones respondería, el grupo de ganara al menos 5 puntos,
pues se harían 19 preguntas por día, tenía el derecho de decidir la siguiente
actividad, que podría ser lectura, escritura, matemáticas o ciencia. Eso nos
daría flexibilidad durante la clase y a ellos un premio.
Aprendí que si una respuesta les era confusa, podría trabajarla
durante las actividades del día para consolidar sus conocimientos. Reíamos
tanto que ellos mismos comenzaron a medir la velocidad de las respuestas.
Cada uno anotaba aquello que aprendía durante el día en una
bitácora que improvisamos en la pared sur del salón, creando así ideas que
todos veían y por supuesto empleaban en su propio beneficio.
Es cierto que no todos los niños tienen la misma motivación, así
que a quienes veía más reticentes, los invitaba a que presionaran las
preguntas, leyeran las respuestas, poco a poco todos se integraron.
En 15 días el juego era la actividad más fascinante del día.
Teníamos solo 10 días más antes del examen. Mientras mi estómago se encogía más
pensado que a los niños les iba a causar tensión, ellos parecían disfrutar más
de nuestro simulacro, incluso el tiempo dejo de ser molesto para ellos. Quizá
estaba en el camino correcto, quizá saldríamos bien librados de todo el
proceso.
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