Cuando abrí el
buzón, me sorprendió encontrar un sobre dorado con mi nombre escrito, así que
no esperé a entrar a casa y lo abrí ahí
mismo. Era una invitación a un evento especial durante la semana de
reconocimiento docente, el sobre y el papel eran muy elegantes y me sentí feliz
de que finalmente mi nombre iba precedido de la palabra maestro. Después del pánico inicial y mi desgano por iniciar esa
aventura, creo que me sienta bien de llevar esa palabra conmigo.
El día del
evento me sentí nervioso al despertar, había muchas preguntas en mi cabeza
revoloteando como palomas en un parque, ¿es tiempo de sentirme parte del
gremio? ¿acaso dar clase a un grupo de niños me hace un maestro?
Cuando me
comencé a rasurar vinieron a mi mente todos los recuerdos de mis días de
estudiante. Las imágenes no eran muy agradables. Recordé la frustración por no
poder aprobar los exámenes, las horas nefastas en que se prepara el escrito que
el maestro nunca lea, la necedad de aprender cosas que no tienen sentido y el
miedo de no caer bien a todos.
Decidí que ese
no era el momento para mis miedos infantiles, que los dejaría para una charla
con Gaby para poder reírme de todo ello y no verles con pesadumbre.
Cuando estaba a
punto de cruzar la calle para ingresar a la escuela, encontré a los niños y sus
padres contentos, todos dándome las gracias por mi labor diaria y por hacer
agradables las clases. Recibí pequeños obsequios que fui poniendo con todo
cuidado en mi back pack y luego me dirigí a las oficinas, donde había varios
adornos que padres y administrativos habían colocado para hacernos sentir que
por una semana, éramos los héroes de la comunidad.
Comencé a
caminar hacia donde se llevaría a cabo la ceremonia de agradecimiento para
todos los maestros, cuando me di cuenta que mi celular casi no tenía batería,
así que regresé a una de las oficinas vacías para cargarlo por unos minutos.
Mientras
esperaba pude ver una silueta al otro lado del pasillo. Al principio pensé que
era una mochila, pero con un poco más de atención, noté que era una persona,
sentada, con la cabeza entre las piernas y los brazos inmovilizando su cuerpo.
Me acerqué con cuidado para no perturbar su postura, y me di cuenta que era un
niño de primer grado.
Decidí sentarme
junto a él, para hacerle compañía mientras se cargaba mi teléfono, pero él no
se movió, me ignoró por varios minutos, por lo que comencé a buscar en mi
chaqueta un dulce y cuando lo encontré, dije en voz alta: ¡wow, lo que puede
uno encontrar en las chaquetas cuando no se les lava!
El pequeño
cuerpo se movió ligeramente, pero no logré sacar su cabeza de entre sus
piernas.
Me acerqué aún
más y le toqué el hombro… ¿quieres la mitad de este dulce?, estoy a dieta, así
te llevas la mitad de las calorías.
El pequeño
comenzó a llorar y su cuerpo se movía como hoja arrastrada por el viento
otoñal. Tuve que ser más directo en mi aproximación y lo abracé… increíblemente,
su respuesta fue abrazarme tan fuerte que pensé que me ahogaría.
Poco a poco se
tranquilizó y pude finalmente ver su cara, lo reconocí pues en una ocasión lo
encontré sólo durante el recreo y me ayudó con la mitad de mi sándwich.
Sequé con
cuidado sus lagrimas que estaban mezcladas con mocos, por lo que tuve que
buscar un pañuelo para hacer un mejor trabajo, cuando finalmente me miró, le
extendí el dulce y bromeando le dije que seguro el dulce tendría un montón de
historias después de haber estado en mi chaqueta por meses.
Le pedí que me
contara su historia, pero escondió la cara sobre mi pecho y fue claro que mi
táctica de psicólogo barato no iba a funcionar. Así que le comencé a contar un
cuento que mis alumnos y yo habíamos escrito para el día de las madres. Tenía
toda clase de personajes, flores y bichos, supongo que le puse mucho emoción
por que por un momento comenzó a reír. Si, reconozco que las ardillas no
escupen sopa de brócoli y que las flores no atacan a las palomas… pero al fin
esa carita me miró y comenzó a hablar:
-
Mi hermanastro le grita a mi mamá porque yo hago
ruido en casa, mi mamá me grita porque juego sin hacer ruido en el patio, dice
que soy raro. Mis compañeros me pegan para quitarme mi lunch y me da miedo
venir a la escuela.
Le miré intentando no
mostrarle lástima, sino comprensión. Le dije que a mi me daba pánico no hacer
bien las cosas y no poder enseñar a los niños como se debe. Le dije que cuando
niño me daba miedo hacer exámenes y hacer enojar Sara Johansenn o a Peter Dutch, porque eso me costaría
golpes al final del día.
-Los adultos no
le tienen miedo a nada, y los maestros no pueden tener miedo, ¡son maestros!
Su mirada era de confusión,
pero le explique que los adultos tenemos los mismos miedos de los niños, solo
que crecían con nosotros y aprendíamos a ocultarlos.
En ese momento sonó mi
celular y caminamos juntos hasta donde estaba. Era Gaby, molesta porque no me
encontraba en la ceremonia, ¿dónde te metiste?, me preguntó.
Vi a mi nuevo amigo y le
dije: ¿lo ves? los adultos también tenemos miedos, por ejemplo a estar en el
lugar equivocado.
Le respondí a Gaby que en un
momento la encontraría, y luego tomé de la mano a Edward, y le pedí que me
acompañara a la ceremonia y se sentara junto a mi, pues yo tenía miedo de estar
en el lugar equivocado, con las personas equivocadas.
Cuando todo concluyó, le
pedí que me dijera los nombres de los chicos que le quitaban su lunch y juntos
fuimos a darles una lección. Los miré y les dije que Edward no estaba solo, que
tenía a un guardián y que si algo le pasaba, me aseguraría de que sus padres lo
supieran.
Al salir, se lo entregue a
su madre y le pedí que lo observara con atención, que su hijo tenía mucho que
darle al mundo, pero necesitaba una pequeña ayuda de sus amigos.
No sé que significa ser
maestro, pero sé que no son sólo los libros, sino el momento exacto en que uno
se da cuenta que el celular no tiene batería, y que no hay nadie más a quien
recurrir para enseñar a un niño que en la vida, todos tenemos miedo de
algo, ¡hasta de ser maestro!